Foto: Alon Albergu
Por Pedro Taracena Gil
Desde que las sociedades más
ancestrales establecieron el concepto familia, han transcurrido muchos años y
muchas formas de unidad familiar. La familia tribal, el patriarcado, el
matriarcado, la familia con vínculos sanguíneos o la familia formal, legalmente
constituida. En todas las edades la institución familiar ha sido una escuela de convivencia, donde se han
dado todos los comportamientos que pueda dispensar un grupo humano, en cuyo
seno van naciendo los nuevos vástagos. Los comportamientos se han ido
desarrollando por imitación de modelos. Y
en muchos casos ha sido la tradición la que ha marcado las pautas a seguir. La
consanguinidad de estos grupos humanos no ha evitado que se produzcan los
crímenes más horrendos. Parricidios, fratricidios, incestos que apenas han
evolucionado en el tiempo.
Adentrados en el siglo XXI, la
institución familiar está muy estructurada por el Estado en su vertiente
legítima y legal. Familias mono parentales, familias constituidas por dos
padres y otras establecidas en igualdad de legitimidad por dos madres. Las
tradicionales de hombre y mujer y en no pocas ocasiones una familia de una sola
persona dependiente, que vive con un
perro como lazarillo, u otra mascota de compañía. En realidad es la misma
institución heredada de nuestros antepasados y con el mismo objetivo, aunque no
establecido formalmente, de establecerse como una escuela de convivencia. Una
escuela sin maestros, sin libros y sin deberes y derechos previamente establecidos. En
la tradición judeocristiana y occidental la pareja se crea en base a un
proyecto de vida, más o menos con un mismo articulado, basado en el amor. El
contrato matrimonial católico dispone de tres preceptos, aceptados por la mujer
y el hombre pero ignorando su alcance. Estos tres cánones garantizan: El
remedio a la concupiscencia. La indisolubilidad del vínculo conyugal y el adoctrinamiento de la prole en el dogma de la
religión cristiana.
Foto: Alon Albergu
El matrimonio civil, sin
embargo, hunde sus raíces en los derechos y deberes constitucionales. También
basados en el amor mutuo: Igualdad, libertad, respeto y protección. Pero en
realidad el proyecto que todas las personas que iniciamos la vida en pareja, de
cualquier naturaleza que tengamos in mente, es una experiencia vital haciendo realidad
sentimientos, sensaciones y emociones que nos hagan felices. Ahondando más en
este proyecto preñado de promesas de felicidad futura, si nos hubieran sugerido
que lo escribiéramos en una de las paredes de nuestro futuro hogar, quizás,
hubiéramos escrito algo similar a esto: Vivir en común el amor, el
cariño, la sensibilidad, la sensualidad, la sexualidad, el erotismo, las
caricias…
Vivir todas estas emociones
de forma consciente, con esta misma persona, todos los días y con la misma intensidad. Además convivir en
libertad, igualdad y respeto. El amor que impera en la unión de una pareja que
decide compartir su vida, es Eros. Eros por naturaleza es efímero y su enemigo
principal es el tedio y las obligaciones vulgares y domésticas de la vida
diaria. Aunque es volátil también se puede reproducir infinidad de veces. El
cariño sin embargo es más continuado. Si el rescoldo que deja el cariño y la
ternura, se sopla con el viento de la pasión se puede avivar la llama del
erotismo y Eros se hará presente una vez más. Aunque el amor vuelva a ser
efímero.
Es evidente que este paquete de
expectativas mantenidas en el tiempo no constituye ni mucho menos la verdadera
realidad. La pareja se enfrenta a una sociedad que ahoga los proyectos que
pudieran tener, bloquea sus iniciativas
y frustra sus expectativas. Las parejas nos empeñamos comprando un piso cuando
nuestra financiación es insolvente, arrastrando a esta insolvencia a nuestros
progenitores. Deseamos tener hijos por exigencia tradicional de la familia o
por deseo de proyección, pero el mundo laboral está pensado para permanecer sin
la prole. La conciliación familiar es otra mentira. La sociedad de consumo nos
lleva a contraer deudas que no podemos pagar. En este caso no se puede aprender
de los errores cometidos, porque son muchos los
que son irreversibles y la vida es una e irrepetible. Las personas
mayores lejos de ser nuestros maestros son cómplices de nuestros errores.
Aparentemente hemos sido libres para tomar esas decisiones pero somos esclavos
de nuestra propia insolvencia. A los pocos meses o años, aquello que escribimos
en el muro de una de las habitaciones de nuestra casa, se ha desvanecido. Todas
esas emociones que creíamos eternas, han sido reemplazadas por otras de corte
más negativo.
Hay parejas que desenredan el
lío de su propia madeja y salvan la situación con empatía y asertividad, pero
hay otras que saltan por los aires en mil pedazos, sin arregló posible. Cuando
se analiza la experiencia vivida por parejas a través de sus decisiones más
importantes, se observa claramente que las decisiones tomadas tenían mitad de
irresponsabilidad y mitad de inconsciencia. Quizás si las emociones partiendo
de las más primarias hubieran sido conscientes, quizás, la consciencia nos hubiera
situado en la responsabilidad.
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