"En un lugar de la mancha..."
Una osadía
Por Pedro Taracena Gil
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no
quiero acordare, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Este personaje, más
tarde nombrado caballero andante, no era hidalgo porque su sangre fuera de
clase noble y distinguida, tampoco hidalgo de cuatro costados, nieto de nobles
abuelos paternos y maternos. Sus vecinos contemporáneos, no le reconocían como
hidalgo de bragueta, hijo de padre que, por haber tenido siete hijos varones
consecutivos, en legítimas nupcias, era merecedor de reconocida hidalguía. En
postrera consideración, tampoco era hidalgo de gotera; gozando los privilegios
en el pueblo que residía y perdiéndolos si se iba a otro. Aunque su hidalguía y
nobleza estaba en entredicho, este caballero andante se revestía y tocaba con
atributos que le hacían vivir aquello que no era. Percha en la cual hacía
descansar su pica, pendiente de su brazo, un escudo de cuero ovalado y a veces
con figura de corazón, abrasado por el amor de su amada; montado a lomos de su
caballo, de mala traza y poca alzada.
La historia empezó cuando el creador de este
personaje se empeñó en lanzar un dardo envenenado contra los libros de
caballería. Creyó que todo aquel que leyera estas aventuras de nobles damas y
valientes caballeros, se volvería loco y terminaría sus días como el ingenioso
hidalgo Don Quijote. Don Miguel, apellidado de Cervantes Saavedra, que así llamaban
al autor, consiguió del rechinar de su pluma sobre el papel, un disparate lo
suficientemente vivo, como para dislocar el equilibrio entre la farsa y la
realidad. Después de una dedicatoria al Duque de Béjar, a quien le hace saber
su decisión de “sacar a la luz” el libro, “al abrigo del clarísimo nombre de
Vuestra Excelencia”, redacta un prólogo, donde se atisba el tratamiento que
otorgará a Don Quijote en el uso y abuso de la lengua castellana. En este
preámbulo, se pregunta:”¿qué podría engendrar el estéril y mal cultivado
ingenio mío sino la historia de un hijo seco, avellanado antojadizo, y lleno de
pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como el que se
engendró en una cárcel, donde toda su incomodidad tiene su asiento y donde todo
triste ruido hace su habitación?”. Estas son las premisas que cimientan la
personalidad del, a pesar de todo, héroe de su historia. Son famosas en el
mundo entero las andanzas de Don Quijote, que siendo de la Mancha, su creador
tuvo a bien no revelar el lugar exacto donde desarrolló su vida.
En honor a la verdad, en el sagrado y crítico
momento que es elevado a la dignidad de caballero andante, Don Quijote ya no
pertenece a la Mancha, es patrimonio de la condición humana. El propio autor es
consciente de que el personaje se le escapa de su escritura. Toma vida propia y
en no pocas ocasiones, no sabe si el personaje es el autor o es el autor quien
dicta al personaje. Pero aquí está la grandeza de esta farsa. Al ser engendrado
por el genio de un ser humano, éste se otorga licencias sobre las peripecias
del personaje. En su andadura, más aún, en su cabalgar por el texto quijotesco,
Don Miguel, lleva al protagonista a situaciones verdaderamente insólitas. Le
hace vivir realidades en un mundo que sus vecinos no ven. Pero no en pocas
ocasiones, invade de fantasías la simplona vida de un hombre del pueblo como el
vecino Sancho. Quién de los tres, Don Miguel, Don Quijote o Sancho, están en la
realidad o en la ficción. Quién en la demencia o en la razón. A medida que el
hacedor de la historia, se precipita en sus postrimerías, Don Miguel contempla
cuán lejos ha llevado a Don Quijote, o en verdad, cómo los vecinos perciben al
bueno de Alonso Quijano. Llegada la LXXIV jornada de su obra, el creador y
manipulador del personaje, le lleva la mano para que haga testamento. El
personaje, marioneta en manos de Cervantes, exclama: “Dadme albricias, buenos
señores, de que ya no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a
quién mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de
Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las
historias profanas de la andante caballería; ya consoló mi necedad y el peligro
en el que pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentando
en cabeza propia, las abomino”. Ante este final, que de ingenioso tiene poco,
ha llegado el momento de revelarse. Quién es Don Miguel para decidir la cordura
o locura de sus personajes. Quién estaba en la mentira y quién en la verdad.
¿Era necesario que, el Bachiller, el Cura y el Barbero, Sancho Panza, el Ama y
la Sobrina, ¿fueran testigos de la caída de la máscara de Don Quijote? ¿Quién
les proporcionó más pasiones y vivencias, el hidalgo o el plebeyo, el loco o el
cuerdo? En algunos momentos de las peripecias, los cuerdos, vivían en la
fantasía del loco. A estas alturas de la Historia, alguien con más autoridad
que el propio autor, debía rechazar la firma del testamento que Don Miguel pone
en manos del hidalgo, y reivindicar el quijotismo que Alonso de Quijano, lleva
dentro.
Ese personaje con vida propia y autoridad, soy yo,
Don Quijote de la Mancha. Don Miguel, por caridad: ¡Dejadme morir como viví!
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