ZENOBIA, REINA DE PALMIRA



Hans P. Szyska / FOTOTECA 9X12

La ciudad de las caravanas

Floreciente bajo dominio romano gracias al comercio caravanero con Oriente, Palmira entró en decadencia tras la derrota de Zenobia en 272. En la imagen aparece el arco monumental que daba acceso a la ciudad.
Esta rica ciudad siria estuvo a punto de erigirse en capital de un gran Estado oriental de la mano de su culta y valerosa reina Zenobia, pero el emperador Aureliano la conquistó y la sometió de nuevo a Roma.


Por David Fernández de la Fuente. Escritor y profesor de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Historia NG nº 111

Dicen que era una belleza de piel morena y ojos penetrantes y una inteligencia fina y cultivada, capaz de entenderse con los filósofos en griego, con los juristas en latín y con los antiguos sacerdotes en sirio y egipcio. Se jactaba de proceder de la estirpe de los reyes helenísticos de Egipto y su familia había obtenido la ciudadanía romana hacía una generación. Tenía como consejero a un eminente filósofo y literato griego, Casio Longino. Y estaba dotada de una astucia política y capacidad de persuasión excepcionales. Así era Zenobia de Palmira, la reina que puso en jaque durante largo tiempo la soberanía de Roma sobre Oriente.
La ciudad de Zenobia, en el centro de la actual Siria, se alzaba en una encrucijada entre Occidente y Oriente, entre el mundo mediterráneo regido por Roma y los grandes imperios asiáticos. Incorporada a Roma a mediados del siglo I d.C., Palmira se convirtió en una floreciente ciudad enriquecida enormemente gracias al comercio que discurría por el Próximo Oriente. La «perla del desierto», como se la conocía, era punto neurálgico y parada obligada en la ruta de las caravanas que atravesaba los yermos de aquellos parajes. Surgida en torno a un oasis, la ciudad disponía de magníficas construcciones, como el templo de Bel o el teatro, muchas de las cuales han sobrevivido al naufragio de los siglos. La propia Zenobia era un producto de la mezcla cultural que caracterizaba la región. Su padre fue un gobernador romano de la ciudad, Julio Aurelio Zenobio, y ella misma se casó con Odenato, un árabe romanizado que también llegó a ser gobernador del lugar.
Muy pronto, Odenato y Zenobia se vieron directamente implicados en la defensa del Imperio en la frontera oriental. La persistente amenaza de los bárbaros junto al Éufrates hizo que en el año 260 el emperador Valeriano marchara en persona a la cabeza de un ejército contra los persas de Sapor I. Fue una expedición catastrófica. Derrotado estrepitosamente, el mismo Valeriano fue capturado, torturado y humillado. Durante muchos años los persas exhibieron como trofeo la piel del emperador –el primero en ser capturado por los bárbaros– y pudieron hacerse con el control de amplias zonas de Oriente y de ciudades estratégicas como Edesa.

El sueño de un imperio oriental

La reacción contra los persas estuvo encabezada por Odenato de Palmira, quien emprendió una exitosa campaña de venganza con el beneplácito del nuevo emperador de Roma, Galieno. Hasta dos veces quebró Odenato las fuerzas de Sapor, que tuvieron que adentrarse en territorio persa para escapar de las acometidas del valiente árabe. Al principio Odenato afirmó que actuaba en nombre de Roma, pero muy pronto quedó claro que tenía una ambición personal: establecerse como «monarca de todo el Oriente» y reinar desde su fastuosa capital. La opulenta Palmira tal vez estaba llamada a convertirse en una capital de un nuevo imperio, en una Roma del desierto.
Pero las ambiciones de Odenato se vieron frustradas por una intriga palaciega en 267. Al regreso de una campaña contra los godos en Capadocia, su orgulloso sobrino Meonio, para vengarse de un castigo, lo asesinó en su palacio junto a su hijo, fruto de un matrimonio anterior a Zenobia. Ella había tenido otro niño de Odenato, de nombre Vabalato, pero solo contaba con un año de edad, por lo que se declaró regente. A su mando quedaban Palmira y los territorios recién conquistados en Oriente, desde el Éufrates hasta Bitinia.
Tras ejecutar rápidamente a Meonio, Zenobia se apresuró a terminar con la ficción de la aparente sumisión de Palmira y sus dominios al emperador de Roma, Galieno. Poco a poco, en una inteligente política y al parecer aconsejada por el filósofo y sofista griego Longino, Zenobia fue dejando claro que su reino era totalmente independiente del Imperio. De este modo, a la vez que seguía manteniendo a raya a los persas, agregó a varios Estados vecinos, entre ellos a los árabes. Se atrevió incluso a conquistar Egipto, la provincia más rica de las sometidas a Roma, alegando que era heredera de la antigua dinastía de los Ptolomeos; continuadora, pues, de Cleopatra, una reina con la que a menudo fue comparada.

El implacable Aureliano

Zenobia supo aprovechar el momento de debilidad que atravesaba el Imperio romano, sometido a fuertes tensiones territoriales, desde la lejana Hispania hasta el Éufrates. La orgullosa reina se permitió despreciar a Galieno y a sus generales, cuyos ejércitos rechazó con contundencia. Y el siguiente emperador romano, Claudio II Gótico, empeñado en una guerra sin cuartel contra los godos y los alamanes que presionaban las fronteras septentrionales del Imperio, no tuvo más remedio que reconocer la soberanía de Zenobia de Palmira. Sin embargo, ésta pronto debería hacer frente a un adversario más temible que los anteriores: Aureliano, un curtido general al que sus legiones del alto Danubio proclamaron emperador en el año 270.
Lucio Domicio Aureliano era un personaje totalmente opuesto a la reina de Palmira por origen, formación y aspiraciones. A la inteligencia cultivada de la oriental Zenobia contraponía Aureliano una astucia innata y una rígida disciplina militar, forjada en las frías fronteras del Danubio y del Ilírico. Su fiereza en primera línea de combate era proverbial: se dice que en una sola jornada mató a cuarenta bárbaros y que en una campaña se cobró personalmente la vida de mil, hazaña que dio lugar a una canción entre sus legiones: «A mil, a mil, a mil ha matado» (mille, mille, mille occidit!). En los cuatro años escasos que duró el reinado de Aureliano, este duro militar no sólo culminó la guerra gótica de su antecesor con una victoria contra los alamanes y repelió la invasión bárbara del norte de Italia, sino que restauró el dominio de Roma sobre las díscolas provincias de la Galia, Britania e Hispania, que aún se hallaban bajo el mando del usurpador Tétrico. También recuperó el orgullo y la disciplina de las legiones romanas, imponiendo un severo código de conducta que prohibía el juego, la bebida y las artes de adivinación. Sus castigos eran tremendos y se jactaba de ser más temido por sus propios soldados que por sus enemigos. Era sólo cuestión de tiempo que Aureliano dirigiera su atención al creciente poder del imperio palmireno de Zenobia.
El emperador y sus legiones del Ilírico, de probado valor, marcharon sin dilación a restaurar el poder de Roma en Oriente. El propio Aureliano se encargó en persona del sometimiento de la altiva reina de Palmira. Zenobia fue poco a poco despojada de sus posesiones territoriales y perdió sus aliados a medida que avanzaban las legiones romanas. El último recurso de la reina fue encerrarse tras los muros de su espléndida capital y confiar en que sus arqueros y su caballería personales pudieran repeler a las legiones septentrionales.
No fue una campaña fácil para Aureliano, que tuvo que atravesar el desierto sirio hostigado por la táctica de guerrilla de los árabes de Zenobia. El romano no subestimaba a su enemigo, pese al desprecio de sus compatriotas por un ejército mandado por una mujer. Cuando al fin llegó ante los muros de Palmira, y tras ver rechazados sus ofrecimientos de una salida negociada, montó las máquinas de asediar y se dispuso para el largo sitio. Zenobia esperaba que los romanos desesperasen pronto por el hambre y las durezas del clima desértico, pero Aureliano organizó adecuadamente el abastecimiento de sus tropas, a la vez que privaba a Palmira de cualquier suministro o ayuda exterior. El emperador recibió también el refuerzo de su general de confianza, Probo, una vez concluida la sangrienta reconquista de Egipto –en la que se destruyó una parte de la célebre biblioteca de Alejandría–. La muerte de Sapor, que conmovió todo el Oriente, le permitió concentrarse plenamente en el sitio. Desesperada, la reina de Palmira intentó huir con sus veloces dromedarios hacia Persia, pero fue capturada cuando ya había alcanzado el Éufrates. La ciudad tardó poco en rendirse a los romanos, poniendo todos sus tesoros a sus pies.

Exhibida como botín de guerra

El duelo entre Zenobia de Palmira y el emperador Aureliano se saldó así con una escena final inesperada: una huida y un tesoro. Las crónicas relatan la escena de la rendición de la reina. Zenobia se postró ante su conquistador, y cuando éste le reprochó haberse sublevado contra Roma, ella repuso hábilmente que los emperadores anteriores habían sido indignos de su obediencia y, a la vez, culpó de su política antirromana a su consejero Longino, que fue ejecutado inmediatamente. Finalmente, parece que Zenobia fue llevada por Aureliano a Roma para celebrar allí un fastuoso triunfo, en el que la reina desfiló prisionera junto con el usurpador occidental Tétrico. Así restauraba Roma su soberanía perdida.
El destino posterior de Zenobia está menos claro. Hay quien dice que murió poco después de su llegada a Roma, bien por enfermedad o por decapitación. Otros refieren que Aureliano, impresionado por su belleza, la perdonó y le concedió un dorado exilio en una villa en Tívoli, donde vivió en el lujo el resto de sus días como una filósofa de la alta sociedad romana. Alguna inscripción siglos más tarde apunta a que su descendencia siguió contándose entre las familias nobles romanas. Comoquiera que fuese, la bella e inteligente Zenobia cautivaría la imaginación de historiadores, artistas y lectores que no se cansarían de evocar a aquella reina oriental que desafió a Roma.

Para saber más:

Decadencia y caída del Imperio romano. Edward Gibbon. Atalanta, Gerona, 2011.
El imperio grecorromano. Paul Veyne. Akal, Madrid, 2009.
La prisionera de Roma. José Luis Corral. Planeta, Barcelona, 2011.
HISTORIA CIUDAD DE PALMIRA 



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