EROS Y YAHVÉ
EROS Y LA CRUZ
Por Pedro Taracena Gil
Teólogo de la Liberación
Si el Cristo poseía las dos naturalezas, no sería razonable mutilar una de ellas o castrar atributos que la caracterizan y constituyen. Y como consecuencia de esta semejanza con el resto de los hombres, la lógica divina no contemplaría someter a la humanidad a esta contradicción. Ateniéndome siempre a los principios de humanidad, debería ser verosímil que el Cristo tuviera un desarrollo humano sacralizando todo aquello que Dios había dispuesto. Evidentemente me estoy refiriendo a la sexualidad inherente a la persona humana de Cristo en particular, y al género humano en general.
Quizás sea un atrevimiento por mi parte, pero quizás los protagonistas de estas fotografías, no estuvieran realizando una acción trasgresora sino una lectura teológica, más acorde con la nueva interpretación de los signos de los tiempos. Estas situaciones presentadas en esta galería de imágenes, sacralizan la sensualidad, la sexualidad y el erotismo. Más aún, libres de prejuicios y complejos muestran el misticismo de la condición sexual del ser humano. Esta interpretación presenta al Dios más Hombre y al Cristo más Dios.
La sexualidad como valor positivo y el gozo erótico, son virtudes que engrandecen al ser humano y le asemejan más a Dios. La sexualidad se ensambla en el amor sin entender de géneros. La genitalidad sirve para la procreación mediante el ayuntamiento de una mujer y un hombre. No obstante, la sexualidad hace iguales a hombres y mujeres, y es la expresión de su amor sin distinción de género. Esa es la grandeza de la naturaleza humana del Cristo hecho hombre. La presencia, más aún, la convivencia del símbolo de cruz con la desnudez humana y la sensualidad y sexualidad a flor de piel, suponen la expresión del misticismo más puro, ausente de pudor…
Observando estas imágenes de hombres consagrados, aunque fuere desde el punto de vista teológico más laso, suponen una transgresión de los valores de pureza, pudor y virginidad, tradicionalmente aceptados por la observancia ortodoxa. No obstante, me voy a permitir hacer una lectura más realista contemplando que la segunda persona de la Santísima Trinidad, se hizo hombre manteniendo dos naturalezas, divina y humana.
LOS CURAS
"Empiezan a revolotear a tu alrededor nada más nacer, cuando te bautizan, te los vuelves a encontrar en el colegio, si tus padres han sido tan beatos para encomendarte a ellos; luego viene la primera comunión, y la catequesis, y la confirmación; y ahí está el cura el día de tu boda para decirte lo que tienes que hacer en la alcoba, y el día siguiente en confesión para preguntarte cuantas veces lo has hecho y poder excitarse detrás de la celosía. Te hablan con horror del sexo, pero los ves salir todos los días de un lecho incestuoso sin ni siquiera haberse lavado las manos para ir a comerse y beberse a su señor, y luego cagarlo y mearlo. Repiten que su reino no es de este mundo, y ponen las manos encima de todo lo que puedan mangonear. La civilización nunca alcanzará la perfección mientras la última piedra de la última iglesia no caiga sobre el último cura y la tierra quede libre de esa gentuza" "El cementerio de Praga" de Umberto Eco.
LA CRUCIFIXIÓN Y LA DESNUDEZ
Se trata de una ejecución de la pena capital, que
Roma aplicaba en casos extremos a esclavos, bandidos y prisioneros de guerra
especialmente conflictivos y recalcitrantes. Consistía en suspender de un
madero el cuerpo desnudo del reo, con los brazos extendidos sobre otro madero
transversal, y prolongar el suplicio hasta que le sobreviniera la muerte. Para
que ésta no se prolongara indefinidamente, el reo solía ser previamente
azotado. A veces se precipitaba intencionalmente la hora de la muerte, mediante
algún tipo de agresión directa sobre el cuerpo crucificado. Aunque el suplicio
de la crucifixión no ha sido exclusivamente practicado por los romanos, fue sin
embargo entre este pueblo donde adquirió mayor renombre y donde quizá sus
técnicas han estado más definidas. El reo más famoso de todos los tiempos que
sufrió tal martirio fue Jesús de Nazaret, en Jerusalén, hacia el año 30 d. C.,
por sentencia del gobernador romano Poncio Pilato.
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